Opinión.
“Hay que distinguir la sangre derramada por los pueblos de la sangre derramada por los ejércitos en nombre de ese pueblo” – Orlando Figes.
Decir que estamos en la Tercera Guerra Mundial es quizás una exageración, pero si tenemos en cuenta factores como el número de países que están usando sus fuerzas armadas fuera de las propias fronteras, (ya sea en “misiones humanitarias” o en operaciones de servicios de inteligencia) y los escenarios en donde se desarrollan conflictos armados con una causa común, quizás la idea ya no resulte tan descabellada.
Con el agravamiento de la guerra en Oriente Medio, la guerra olvidada por los medios en Afganistán y la inacabada intervención en Irak observamos que son muchos los países implicados en la “misma” guerra y diversos escenarios en los que se desarrolla. ¿No eran estas algunas de las características fundamentales en las dos guerras mundiales anteriores? La categorización de una realidad tiene mucho que ver con el tratamiento que recibe por parte de los medios de comunicación establecidos. Estos medios están inmersos en el modo de vida y de pensar occidental y esa es una de las razones por las que la denominación de guerra mundial no aparece en escena.
Las dos grandes guerras anteriores tenían como escenario Europa, factor fundamental para que se llamaran mundiales. Europa, “epicentro” de la vida humana, ombliguismo de la sociedad occidental, no considera que el mundo real y útil se componga más allá de la perspectiva de EEUU, los otros pocos países desarrollados y algún aliado en vías de desarrollo. Por ello, lo que pase “allende sus mares”, aunque sean conflictos provocados por estos propios países, ya no es de tanta relevancia ni ocupa un lugar privilegiado en la mente de los occidentales. Preocupa más la subida de la gasolina para poder ir de vacaciones que darse cuenta de que para conseguir esa gasolina se están destrozando sociedades enteras.
Occidente está despertando
No le quedaba otra opción y en algún momento tenía que empezar a desperezarse del letargo. El problema es que su despertador está siendo muy desagradable. Occidente está despertando a base de bombas y de terroristas suicidas que le están transformando el sueño rosa y acolchado en pesadilla con sudores fríos.
Un estudio de la Rand Corporation afirma que casi las tres cuartas partes de los atentados suicidas han ocurrido después del 11-S, es decir, después de que EEUU, con el apoyo fiel de Europa, le declarase la guerra mundial al terrorismo. Esa guerra total implica, en la práctica, su mundialización y, a la vez, un nuevo concepto de guerra: sin límites legales, morales, geográficos, temporales o espaciales. Reglas nuevas para hacerla, formas nuevas de atrapar al enemigo y nuevas herramientas de lucha militar.
Por otra parte, Bruce Hoffman, experto de la misma Rand Corporation, afirmaba en el estudio que “con la excepción de las armas de destrucción masiva, no hay ningún otro tipo de ataque que sea más efectivo que el terrorismo suicida”.
El Terrorismo Suicida es la táctica y la estrategia militar del otro bando en esta guerra mundial. Es el armamento en respuesta al uso de las armas de destrucción genocida y a las agresiones impunemente consentidas por ese Occidente, árbitro del mundo. No necesariamente los terroristas suicidas son pobres ni “víctimas directas” de invasiones imperiales, ni tampoco, obligatoriamente, fundamentalistas islámicos (aunque sean estos contextos los que más canalizan el fenómeno). Los atentados suicida son actos políticos que aparecen después de comprender que la resistencia, las marchas, las protestas, las huelgas, incluso, la desobediencia civil no sirven de nada. Actos políticos del mismo nivel que la invasión de Irak para “democratizar” ese país tan rico en petróleo, o política como la aplicada en Afganistán y los acuerdos para construir el famoso gaseoducto. Es decir, política en la peor de sus manifestaciones, en la más vil corrupción y en el uso más perverso e hipócrita de la dialéctica.
Pero los medios de comunicación occidentales presentan este terrorismo suicida, terrorismo kamikaze, suicidas-bombas u hombres-bombas como una degeneración siniestra de un fanatismo religioso incomprensible para la sociedad que, por cierto, alberga en su seno los más graves crímenes sistematizados y racionalizados contra la humanidad, (sin obviar que muchos también fueron llevados a cabo en el nombre de una religión). Está claro que la religión ocupa un papel importante en el conflicto actual entre islamistas y católicos, -o mejor dicho entre países pobres y ricos- pero sería una explicación bastante simplista pensar que son únicamente motivos religiosos los que mueven a las partes en esta guerra. Igual de clara queda la intención de los medios cuando presentan a Occidente como racional y justo en sus intervenciones y desligado totalmente de fanatismos y radicalismos. Será por eso que no consiguen relacionar esos atentados suicida con la defensa militar si no con una perversión religiosa.
«Quien mata en nombre de una patria, un Dios o un modelo de organización económica y social no es un patriota, ni un cliente, ni un idealista; es un asesino», afirmó irónicamente Jose María Aznar cuando aún era presidente del Gobierno español. ¿No es aplicable esta sentencia a los dos actores enfrentados? A los dos, tanto a las “democracias” occidentales como a los islamistas radicales y, sin embargo, parece que Occidente tira todas las piedras pensando que está libre de culpa.
Y es que Occidente no termina de comprender esta arma humana que viola tabúes culturales y religiosos profundamente arraigados en su sociedad. Este arma que descubre la debilidad de la sociedad que se cree invulnerable y ajena a los escenarios mundiales del horror. Occidente queda desconcertado, escandalizado ante esta nueva realidad que además es mediatizada por la espectacularidad y la incertidumbre que conlleva. Y la única explicación que puede satisfacerle es atribuirle la causa última a una versión exaltada del Islam, a un fanatismo irracional alimentado por pasiones manipuladas en sociedades analfabetas y fuera del control racional que caracteriza supuestamente la actuación de las instituciones occidentales.
En el estudio que publicó hace ya algún tiempo Robert A. Pape quedó claro que “ni el fanatismo religioso es la causa del terrorismo suicida ni éste es irracional. Al contrario, responde a una lógica estratégica y cada vez se emplea más porque los terroristas han llegado a la conclusión de que funciona”. Es idéntico a ese progreso tecnológico que permite matar desde cada vez más arriba y desde cada vez más lejos sin exponer la propia vida. No conlleva un fanatismo religioso ni es irracional (por mucho que lo parezca), simplemente manifiesta una evolución en el uso militar de las capacidades humanas y tecnológicas. El problema surge cuando esa tecnología únicamente está en manos de unos pocos. Las capacidades humanas aplicadas al ámbito militar llegan entonces a usar el propio cuerpo como armamento.
Es más, el suicidio como tal no está en consonancia con las creencias y prácticas del Islam. Para los terroristas islámicos el ser hombre-bomba no es suicidio, es formar parte de una guerra, un martirio. Y un mártir, si no tuviera nada que perder, no tendría razón de ser. Por tanto, también queda descartada la hipótesis de la gratuidad fanática de los actos. ¿Eran suicidas los soldados rusos que corrían en el campo de batalla sabiendo que los nazis los iban a matar simplemente por adelantar las trincheras un par de metros?
Estudios psicoanalistas de Daniel Esquibel concluyen que “el terrorista suicida tiene altamente reforzada la conducta agresiva, los actos rituales y las jerarquías sociales”. Yo me pregunto si no es eso para lo que entrenan a los soldados del ejército estadounidense que van a estar destinados en Irak y que bien lo demuestran en sus comportamientos sádicos en cárceles como la de Abu Graihb. También apunta el psicólogo que el “terrorista suicida externaliza con sus actos un inmenso terror que lo acompaña y lo constituye desde etapas muy tempranas de su vida” y que “cuando un grupo social es inundado por angustias extremas derivadas de su propia vida cotidiana, cuando ese mismo grupo falla en todos sus mecanismos de elaboración sana, entonces sus mecanismos psicosociales inconscientes producen al terrorista suicida que será como la punta de un enorme iceberg sumergido”. Todo esto entronca con el pensamiento de Santiago Alba Rico que alega que “hace falta sentirse muy desprotegido, muy vulnerable y muy amenazado, para responder a una agresión haciéndose saltar por los aires”.
Quizás el terrorista suicida, para poder llevar a cabo su último acto, se acoge al rincón espiritual de su fe y de su creencia que ciegan en parte su racionalidad, pero explicar este fenómeno, -nacido hace ya más de 20 años, no en septiembre de 2001 del modo que se nos hace creer-, como un acto meramente religioso, es dar una explicación sencilla a un fenómeno muy complejo y por tanto, partir de una premisa equivocada que dificultaría la solución del problema, como diría el profesor Calduch.
En ningún momento pretendo justificar los actos suicidas, si no darle una dimensión que la mayor parte de los ciudadanos de a pie no ve o no quiere plantearse. Es muy fácil explicar toda esta barbarie de dolor con el maniqueísmo de buenos y malos y el factor locura-fanatismo de por medio. Pero limitándonos únicamente a este conformismo aséptico lo que hacemos en realidad es seguir alimentando ese letargo que perpetúa una situación incoherente, una situación donde esa “masa” a la que se dirigen los medios no es dueña de sí misma ni de sus gobiernos. La conciencia colectiva reinante, fácilmente maleable por los propagandistas medios de comunicación, está aterrorizada por los actos de violencia que sacuden sus grandes ciudades, pero no se escandaliza ante un entorno ensangrentado e injustificable un poco más lejos de su cotidianidad y con ello está contribuyendo al bucle imperante de caos y muertes inútiles.
Los gobiernos “democráticos” por su parte han perdido toda legitimidad, se han sacudido de las responsabilidades que implica el Estado de Derecho y violan sin ningún remordimiento los tratados y acuerdos internacionales y los dictados de la ONU. Sólo hablan a sus pueblos de terrorismo islámico y esconden sus actos vergonzosos perfectamente clasificables como terrorismo de Estado.
En las relaciones entre países no hay nada absoluto, del mismo modo que no lo hay en las relaciones entre los seres humanos. Son muchos los condicionantes que llevan a una persona a colgarse un cinturón de explosivos y hacerse estallar en un tren o en un restaurante. De hecho, podríamos encontrar tantas explicaciones a un acto suicida como asesinos lo practican. Lo que sí queda claro es que la actitud y las respuestas desproporcionadas que lleva a cabo Occidente están fuera de control y hace que sus “sociedades avanzadas” sean precisamente las que alimenten en última instancia el terrorismo y la barbarie.
La única perspectiva posible que aparece en las mentes inquietas es un cambio radical de posturas en la sociedad civil. Eso o presenciar impasibles el impotente transcurrir de las imágenes por nuestros televisores. Eso o asumir el discurso imperante de los que «apreciamos la vida» para defendernos de aquellos que la desprecian. Eso o asumir una perversión tan inmoral como la del terrorista suicida cuando nuestros ejércitos usan procedimientos que hacen el máximo daño posible.
La esperanza, si es que la hay, radica en los ciudadanos normales, en sus exigencias a los gobiernos propios, en los actos de rebeldía para dar a conocer que no somos actores pasivos de la sociedad. Exigir, en definitiva, el fin de esta dinámica de violencia que sólo va a generar más violencia, (de hecho, varias generaciones están ya irremediablemente heridas) y, para ello, usar la amplificación popular por excelencia, los medios de comunicación. La movilización de la sociedad civil se hace cada vez más imprescindible y ésta comienza en la reivindicación de unos medios que llamen a las cosas por su nombre y que vigilen el ejercicio de las democracias.