Artículo
Intervención en el II Seminario Internacional «Los Derechos Humanos en Ecuador» organizado por el Comité Ecuatoriano de Derechos Humanos (CEDHUS).
Con motivo de la muerte, recientemente, de Walter Cronkite, un presentador de noticias de la cadena estadounidense CBS, que fue corresponsal en la II Guerra Mundial, Iñaki Gabilondo, un importante periodista español, señaló: “El día que Walter Cronkite realizó su último telediario un periodista le preguntó: ¿ha considerado la posibilidad de dedicarse a la política? Dada su credibilidad, podría llegar a ser presidente de Estados Unidos. No, nada de eso -esquivó Cronkite-. Por cierto -agregó quien le preguntaba-, una curiosidad: ¿Si se hubiera dedicado a la política, por qué partido se hubiera presentado, por el Partido Demócrata o por el Partido Republicano?
Que esta pregunta tuviera sentido, explica Gabilondo, demuestra no sólo la personalidad de Walter Cronkite sino el modelo de profesional que a la sazón se estilaba. Tras veinte años compareciendo día a día ante decenas de millones de espectadores, aún no se conocía la ideología política del extraordinario periodista. La política invasiva de la Política (con mayúsculas), añade el español, «ha arrasado con cualquier pretensión de equidistancia en medios y periodistas. Aunque el sueño de Cronkite hoy parezca imposible, deberíamos pedir a los jóvenes periodistas que lo intenten”.
La libertad de expresión es un derecho fundamental, recogido en la Carta de los Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas, derechos que se adquieren simplemente por nacer. El artículo 19 de esa emblemática convención afirma que “todo individuo tiene derecho a la libertad de expresión y opinión, que incluye el derecho de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir información y el de difundirla, sin limitación de fronteras y por cualquier medio de expresión”.
Sin embargo, cuando se habla de la libertad de expresión, es fácil caer en el debate del valor en sí del derecho, de la parte teórica de lo que debería ser y no es, pero me parece más valioso analizarla respecto a sus condiciones, su alcance y sus consecuencias en el ejercicio del día a día. Además, creo que los periodistas, no debemos concebirla como un derecho privado, de la persona, sino que, por la amplificación y difusión que tienen nuestros mensajes, que los periodistas ejerzamos el derecho a la libertad de expresión se convierte en un derecho público.
Por ello, es necesario diferenciar entre el derecho a la libertad de expresión y el ejercicio de ese derecho, pues ahí, en la efectiva práctica, es donde reluce el verdadero valor del derecho fundamental.
Como cualquier libertad, la de expresión también conlleva en sí misma una serie de responsabilidades adquiridas y en ese sentido también se pronuncia la ONU. En el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, suscrito en 1966, en su artículo 19, habla de que “el ejercicio de este derecho entraña deberes y responsabilidades especiales, por consiguiente puede estar sujeto a ciertas restricciones, que deberán, sin embargo, estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás y a la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o moral públicas”.
Y creo que aquí nos encontramos con dos aspectos ciertamente espinosos. El primero es cómo definir esas limitaciones y restricciones, sobre todo en lo que se refiere a la protección del orden público o la salud o moral públicas. La moral. Sí, ciertamente difícil de definir y creo que no viene al caso entrar. El otro aspecto puntiagudo es que los periodistas, por lo que he podido observar, somos bien reticentes a que nos regulen, a vernos limitados por una ley y mucho menos que venga impuesta desde fuera del gremio. ¿Cómo regular esas restricciones, esas limitaciónes en la actividad profesional de los periodistas, a sabiendas de la complejidad que ello conlleva?
Un ejemplo significativo sobre esto es que desde el año 2004 se habla en España de la elaboración y aprobación de un “Estatuto del periodista” que regule el ejercicio de la profesión y lo único que se ha conseguido en cinco años es levantar una polvareda de polémica. Sin embargo, muchísimas otras profesiones si que están reguladas por reglamentos legales y estatutos, ¿por qué no el Periodismo? ¿Por qué existe ese rechazo? Rechazo que me consta no es sólo en España. Bueno sí, me dirán que por la naturaleza de la profesión, por la influencia que tiene el contenido que elabora, por la tentación de la esfera política de controlar y de caer en la censura. Correcto. Pero hay otro punto, y es que, en definitiva, lo que subyace es la intención de desnivelar la balanza en el equilibrio de la lucha entre dos grandes poderes: el político y el mediático. Es el afán de uno por controlar al otro y viceversa y, en medio, queda el ejercicio del Periodismo que, en ese contexto, muchas veces, pierde el norte y debe salir a flote lo menos tocado posible.
Hay que tener en cuenta que los gobiernos tienden a ampliar sus áreas de intervención para influir, cuando no controlar, ese poder mediatico y, por el otro lado, que los propietarios de los medios, al fin y al cabo, están más cerca de la esfera política que del ciudadano de a pie, ingenuo sería no creer eso. Mientras tanto, los obreros de la información, los periodistas, somos los que nos debatimos entre los dictados empresariales y políticos de los medios a los que pertenecemos y nuestro ejercicio como profesionales independientes y autónomos. ¿Cómo entonces defendernos y ejercer honestamente nuestra libertad de expresión?
Volviendo a la ONU, en su resolución 59 (1) declara que “la libertad de información y de expresión es un derecho humano fundamental y piedra de toque de todas las otras libertades consagradas por las Naciones Unidas. La libertad de información, añade, requiere, como elemento indispensable la voluntad y la capacidad de usar y no abusar de sus privilegios. Requiere además, como disciplina básica, la obligación moral de investigar los hechos sin prejuicio y difundirlos sin intención maliciosa”.
Es decir, que la ONU no sólo reconoce y busca proteger la libertad de expresión como un derecho inalienable sino que, consciente asimismo de las dificultades y de los afilados picos que entraña, también alerta de los vicios e intenciones que puede acarrear su ejercicio. Y va más allá: en una de las resoluciones de la Comisión sobre Derechos Humanos, en el año 2004, expresa su “pesar por la promoción de determinados medios de comunicación de imágenes falsas y estereotipos negativos (…) con fines contrarios al respeto de los valores humanos”.
También, en la Declaración sobre los principios fundamentales relativos a la contribución de los medios a la compresión internacional y a la promoción de los Derechos Humanos hace un llamamiento para que “las organizaciones profesionales, así como las personas que participan en la formación profesional de los periodistas y demás agentes de los grandes medios (…) acuerden dar una particular importancia a los derechos humanos en los códigos deontológicos que establezcan (…)”.
Es decir, que la ONU, consciente también de las dificultades que entraña tratar de regular externamente el ejercicio profesional mediante normas o leyes, da por hecho que sean los agentes profesionales los que deben crear los medios necesarios para su autorregulación, mediante un código deontológico, un código que responda a los intereses profesionales y a los intereses de los receptores de la información, sus clientes.
El código deontológico de cada medio y de las asociaciones de periodistas es una solución intermedia entre la regulación externa de actores ajenos a los medios y el libre albedrío que pueden producir esos abusos de los que la ONU habla. Además, sitúa el debate de la regulación y de las restricciones dentro del Periodismo, que es, a mi juicio, de donde debe de venir esa discusión: de los propios periodistas y de su profesionalidad.
El código deontológico no es sólo para garantizar la libertad de expresión de los periodistas, que por supuesto también lo es, sino que es muy importante para el ejercicio diario del periodista. Para poder tener una guía de cómo enfrentarnos al tratamiento de una información con independencia del medio para el que trabajemos y para poder acogernos a él en caso de duda o de tener que defendernos. Un código para el trabajo del periodista es, en mi opinión, básico y, sin embargo, no se le da toda la importancia que debería tener, quizás de tan básico que es. Y me sorprende porque, por ejemplo, pienso en el ejercicio de otras profesiones como puede ser la medicina. Los médicos tienen claramente definido su código de conducta con los pacientes y es más, la sociedad puede recriminarles que no lo cumplan. Claro, que ellos tienen en sus manos nuestras vidas y al ser humano enfermo y vulnerable. Pero ¿y los periodistas? ¿Acaso no tenemos una responsabilidad social? ¿No tiene la sociedad el derecho a recriminarnos a nosotros también si no cumplimos correctamente con nuestro trabajo? Si, por ejemplo, realizo una información sin fuentes, si no contrasto la información que consigo, si violo la intimidad de una persona, si no respeto la presunción de inocencia de un acusado, si utilizo un lenguaje violatorio de los derechos humanos… ¿No puede la sociedad llamarme la atención y decirme que estoy haciendo mal mi trabajo? Incluso, judicialmente, la sociedad tiene derecho a responderme. Si un médico comete mala práctica incluso puede llegar a perder su título para ejercer. ¿Por qué los periodistas cuando hacen mal su trabajo no reciben ninguna reprimenda? ¿Es que acaso podemos decir lo que queramos?
Por eso, a mi juicio, es tan importante tener un código deontológico y no sólo para el ejercicio informativo, sino también de cara a la sociedad, para que puedan exigirme transparencia. Los periodistas tenemos un papel que, en muchas ocasiones, nos hace portavoces de la sociedad y ese es un aspecto que los obreros de la información no podemos perder de vista, que somos apenas mensajeros, mediadores, de lo que sucede en nuestro entorno, y que los derechos que los periodistas adquirimos con nuestro ejercicio son derechos en función de los destinatarios de nuestro mensaje. Como decía antes, la libertad de expresión como un derecho público. Los periodistas y los agentes mediáticos somos muchas veces muy responsables de la libertad de pensamiento de una sociedad, porque la representamos públicamente. Pero, ¿representamos a la sociedad a la que pertenecemos o representamos a los intereses de nuestra empresa?
De cajón: la objetividad pura no existe y cada medio tiene derecho a tener una libertad ideológica y una línea editorial. Pero eso no implica deformar los hechos informativos en razón de esa línea ideológica. El destinatario, la sociedad, tiene el derecho a conocer claramente la línea editorial que tiene el medio que consume, es un derecho del consumidor, así como tener una clara diferenciación de que se dispone a leer una opinión o el relato de unos hechos. Igual, el propio periodista, si se planta ante su herramienta de trabajo sabiendo que va a transmitir una opinión, porque es lo que le pide su editor, o porque él lo decide, se enfrentará a su discurso de un modo diferente que si lo que va a transmitir es una información, cuando entonces lo que hará será un relato cronológico o de relevancia de unos hechos y de unas declaraciones determinadas.
Si el receptor se dispone a informarse, tiene el derecho a recibir una información libre de opinión y si se dispone a leer una opinión, tiene el derecho de saber bajo qué línea editorial se rige el medio. Y aquí rescato otra herramienta que tenemos los profesionales: el Libro de Estilo.
En mi papel de lectora y receptora, si yo tengo acceso al libro de estilo del medio que consumo tengo una clara herramienta para saber qué concepción y qué traducción de los acontecimientos me va a presentar. Sería por parte de mi periódico o de mi emisora una forma de ganar transparencia. Y la transparencia da credibilidad. La credibilidad supone una independencia de criterios y una autonomía de mi medio para elaborar la opinión y la interpretación de hechos. Ahora que dicen que todo está en crisis, creo que la crisis que le afecta al periodismo no es tanto la económica sino más bien una crisis de credibilidad. Recuerdo unas palabras de Andrew Rashbass, director ejecutivo de The Economist, en una conferencia reciente en Barcelona, que decía que “la independencia de criterio es rentable conómicamente” y que la autonomía y transparencia de las informaciones fabrica lectores. Es decir, que hay que ser claros con nuestros receptores, que no hay que tratarles como masa sino como individuos a los que no tenemos que decir lo que tienen que pensar sino únicamente ofrecerles los instrumentos para que ellos se formen su opinión. Porque, aunque a algunos no lo crean, la audiencia es inteligente y por eso tenemos que contarles lo que sabemos y lo que no sabemos, indicarles cuáles son nuestras fuentes, para que se hagan su propio juicio de los acontecimientos, cosa que además, parece que resulta rentable económicamente.
Pero eso es el libro de estilo para una receptora. Como periodista, si yo tengo presente el libro de estilo sé con qué principios profesionales e ideológicos trabaja mi empresa y además, pasa como con el código deontológico, que puedo acogerme a él, no sólo para realizar una información cotidiana a través de un lenguaje determinado que, por ejemplo, al fenómeno de la migración no le denomine invasión, o cosas por el estilo, sino que también me sirve para defenderme en caso de que mi editor comprometa mi trabajo o viole los dictados periodísticos ahí establecidos. Claro, que tampoco se me escapa que si yo me pongo torera y denuncio a mi jefe como un incumplidor del libro de estilo, lo más seguro es que me pongan de patitas en la calle. Pero si ese manual de estilo está suficientemente fundamentado supondría una buena defensa jurídica para argumentar despido improcedente. Sería toda una odisea para una trabajadora de las escalas más bajas de la jerarquía, pero al final creo que ganaría el juicio.
Otra herramienta que también me parece fundamental es la figura del Defensor del Lector. No hablo de las Cartas al Director, que bueno, pese a que el Director no contesta nunca y que casi todas están de acuerdo con el periódico, juegan un papel muy importante para darle espacio a los lectores. Con el Defensor del Lector me refiero a una figura que se encargue de velar por los derechos del receptor y que dé salida pública a sus conclusiones. Es decir, si yo como lectora me doy por aludida con una información y no estoy de acuerdo o resulta que he sido testigo de una noticia y el relato que he encontrado no es veraz, entonces poder dirigirme al Defensor del Lector y que, internamente en el medio, investigue cada semana para responder públicamente a esas inquietudes. Es una forma de velar por los derechos de la audiencia, pero también de dar credibilidad a nuestro trabajo y además, de ser más exigentes con nosotros mismos para saber que cuando, cada día, nos enfrentamos a una información tenemos detrás una gran responsabilidad.
Como decía Max Weber “los periodistas y los políticos son juzgados por la conducta de sus miembros moralmente peores”, la moral, otra vez, y eso, a mí, y supongo que a todos aquellos que ejercen el periodismo desde la vocación, me llega al alma.
La defensa de la libertad de expresión es premisa básica de nuestro trabajo y de cualquier persona, por supuesto que hay que estar vigilantes para que no se cercene esa libertad, hay que denunciar cualquier acoso y agresión que reciba, pero los periodistas también somos conscientes de que amparándonos en la libertad de expresión hemos traspasado a veces los límites que ésta entraña. Por eso, para darle más fuerza a nuestras exigencias, para poder pedir con voz firme respeto a nuestro ejercicio y a nuestra libertad, es necesario que nosotros también cumplamos con los dictados que una labor profesional seria debe otorgar al Periodismo.
* Basado en una intervención en las jornadas anuales de la Comisión Ecuatoriana de Derechos Humanos y Sindicales (CEDHUS).